CUARTA PARTE
LA ORACIÓN CRISTIANA
SEGUNDA SECCIÓN
LA ORACIÓN DEL SEÑOR:
“PADRE NUESTRO”
ARTÍCULO 2
“PADRE NUESTRO QUE ESTÁS EN EL CIELO”
I. Acercarse a Él con toda confianza
2777 En la liturgia romana, se invita a la asamblea eucarística a rezar el Padre Nuestro con una audacia filial; las liturgias orientales usan y desarrollan expresiones análogas: “Atrevernos con toda confianza”, “Haznos dignos de”. Ante la zarza ardiendo, se le dijo a Moisés: “No te acerques aquí. Quita las sandalias de tus pies” (
Ex 3, 5). Este umbral de la santidad divina, sólo lo podía franquear Jesús, el que “después de llevar a cabo la purificación de los pecados” (
Hb 1, 3), nos introduce en presencia del Padre: “Hénos aquí, a mí y a los hijos que Dios me dio” (
Hb 2, 13):
«La conciencia que tenemos de nuestra condición de esclavos nos haría meternos bajo tierra, nuestra condición terrena se desharía en polvo, si la autoridad de nuestro mismo Padre y el Espíritu de su Hijo, no nos empujasen a proferir este grito: “Abbá, Padre” (Rm 8, 15) ... ¿Cuándo la debilidad de un mortal se atrevería a llamar a Dios Padre suyo, sino solamente cuando lo íntimo del hombre está animado por el Poder de lo alto?» (San Pedro Crisólogo,Sermón 71, 3).
2778 Este poder del Espíritu que nos introduce en la Oración del Señor se expresa en las liturgias de Oriente y de Occidente con la bella palabra, típicamente cristiana:
parrhesia, simplicidad sin desviación, conciencia filial, seguridad alegre, audacia humilde, certeza de ser amado (cf
Ef 3, 12;
Hb 3, 6; 4, 16; 10, 19;
1 Jn 2,28; 3, 21; 5, 14).
II. “¡Padre!”
2779 Antes de hacer nuestra esta primera exclamación de la Oración del Señor, conviene purificar humildemente nuestro corazón de ciertas imágenes falsas de “este mundo”. La
humildad nos hace reconocer que “nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar”, es decir “a los pequeños” (
Mt 11, 25-27). La
purificación del corazón concierne a imágenes paternales o maternales, correspondientes a nuestra historia personal y cultural, y que impregnan nuestra relación con Dios. Dios nuestro Padre transciende las categorías del mundo creado. Transferir a Él, o contra Él, nuestras ideas en este campo sería fabricar ídolos para adorar o demoler. Orar al Padre es entrar en su misterio, tal como Él es, y tal como el Hijo nos lo ha revelado:
«La expresión Dios Padre no había sido revelada jamás a nadie. Cuando Moisés preguntó a Dios quién era Él, oyó otro nombre. A nosotros este nombre nos ha sido revelado en el Hijo, porque este nombre implica el nuevo nombre del Padre» (Tertuliano, De oratione, 3, 1).
2780 Podemos invocar a Dios como “Padre” porque
Él nos ha sido revelado por su Hijo hecho hombre y su Espíritu nos lo hace conocer. Lo que el hombre no puede concebir ni los poderes angélicos entrever, es decir, la relación personal del Hijo hacia el Padre (cf
Jn 1, 1), he aquí que el Espíritu del Hijo nos hace participar de esta relación a quienes creemos que Jesús es el Cristo y que hemos nacido de Dios (cf
1 Jn 5, 1).
2781 Cuando oramos al Padre estamos
en comunión con Él y con su Hijo, Jesucristo (cf
1 Jn1, 3). Entonces le conocemos y lo reconocemos con admiración siempre nueva. La primera palabra de la Oración del Señor es una bendición de adoración, antes de ser una imploración. Porque la Gloria de Dios es que nosotros le reconozcamos como “Padre”, Dios verdadero. Le damos gracias por habernos revelado su Nombre, por habernos concedido creer en Él y por haber sido habitados por su presencia.
2782 Podemos adorar al Padre porque nos ha hecho renacer a su vida al
adoptarnos como hijos suyos en su Hijo único: por el Bautismo nos incorpora al Cuerpo de su Cristo, y, por la Unción de su Espíritu que se derrama desde la Cabeza a los miembros, hace de nosotros “cristos”:
«Dios, en efecto, que nos ha destinado a la adopción de hijos, nos ha conformado con el Cuerpo glorioso de Cristo. Por tanto, de ahora en adelante, como participantes de Cristo, sois llamados “cristos” con todo derecho» (San Cirilo de Jerusalén, Catecheses mystagogicae, 3, 1).
«El hombre nuevo, que ha renacido y vuelto a su Dios por la gracia, dice primero: “¡Padre!”, porque ha sido hecho hijo» (San Cipriano de Cartago, De dominica Oratione, 9).
2783 Así pues, por la Oración del Señor, hemos sido
revelados a nosotros mismos al mismo tiempo que nos ha sido revelado el Padre (cf
GS 22):
«Tú, hombre, no te atrevías a levantar tu cara hacia el cielo, tú bajabas los ojos hacia la tierra, y de repente has recibido la gracia de Cristo: todos tus pecados te han sido perdonados. De siervo malo, te has convertido en buen hijo [...] Eleva, pues, los ojos hacia el Padre que te ha rescatado por medio de su Hijo y di: Padre nuestro [...] Pero no reclames ningún privilegio. No es Padre, de manera especial, más que de Cristo, mientras que a nosotros nos ha creado. Di entonces también por medio de la gracia: Padre nuestro, para merecer ser hijo suyo» (San Ambrosio, De sacramentis, 5, 19).
2784 Este don gratuito de la adopción exige por nuestra parte una conversión continua y una
vida nueva. Orar a nuestro Padre debe desarrollar en nosotros dos disposiciones fundamentales:
El
deseo y la voluntad de asemejarnos a él. Creados a su imagen, la semejanza se nos ha dado por gracia y tenemos que responder a ella.
«Es necesario acordarnos, cuando llamemos a Dios “Padre nuestro”, de que debemos comportarnos como hijos de Dios» (San Cipriano de Cartago, De Dominica oratione, 11).
«No podéis llamar Padre vuestro al Dios de toda bondad si mantenéis un corazón cruel e inhumano; porque en este caso ya no tenéis en vosotros la señal de la bondad del Padre celestial» (San Juan Crisóstomo, De angusta porta et in Oratione dominicam, 3).
«Es necesario contemplar continuamente la belleza del Padre e impregnar de ella nuestra alma» (San Gregorio de Nisa, Homiliae in Orationem dominicam, 2).
2785 Un
corazón humilde y confiado que nos hace volver a ser como niños (cf Mt 18, 3); porque es a “los pequeños” a los que el Padre se revela (cf
Mt 11, 25):
«Es una mirada a Dios y sólo a Él, un gran fuego de amor. El alma se hunde y se abisma allí en la santa dilección y habla con Dios como con su propio Padre, muy familiarmente, en una ternura de piedad en verdad entrañable» (San Juan Casiano, Conlatio 9, 18).
«Padre nuestro: este nombre suscita en nosotros todo a la vez, el amor, el gusto en la oración [...] y también la esperanza de obtener lo que vamos a pedir [...] ¿Qué puede Él, en efecto, negar a la oración de sus hijos, cuando ya previamente les ha permitido ser sus hijos?» (San Agustín, De sermone Domini in monte, 2, 4, 16).
III. Padre “nuestro”
2786 Padre “nuestro” se refiere a Dios. Este adjetivo, por nuestra parte, no expresa una posesión, sino una relación totalmente nueva con Dios.
2787 Cuando decimos Padre “nuestro”, reconocemos ante todo que todas sus promesas de amor anunciadas por los profetas se han cumplido en la
nueva y eterna Alianza en Cristo: hemos llegado a ser “su Pueblo” y Él es desde ahora en adelante “nuestro Dios”. Esta relación nueva es una pertenencia mutua dada gratuitamente: por amor y fidelidad (cf
Os 2, 21-22; 6, 1-6) tenemos que responder a la gracia y a la verdad que nos han sido dadas en Jesucristo (cf
Jn 1, 17).
2788 Como la Oración del Señor es la de su Pueblo en los “últimos tiempos”, ese “nuestro” expresa también la certeza de nuestra esperanza en la última promesa de Dios: en la nueva Jerusalén dirá al vencedor: “Yo seré su Dios y él será mi hijo” (
Ap 21, 7).
2789 Al decir Padre “nuestro”, es al Padre de nuestro Señor Jesucristo a quien nos dirigimos personalmente. No dividimos la divinidad, ya que el Padre es su “fuente y origen”, sino confesamos que eternamente el Hijo es engendrado por Él y que de Él procede el Espíritu Santo. No confundimos de ninguna manera las Personas, ya que confesamos que nuestra comunión es con el Padre y su Hijo, Jesucristo, en su único Espíritu Santo. La
Santísima Trinidad es consubstancial e indivisible. Cuando oramos al Padre, le adoramos y le glorificamos con el Hijo y el Espíritu Santo.
2790 Gramaticalmente, “nuestro” califica una realidad común a varios. No hay más que un solo Dios y es reconocido Padre por aquéllos que, por la fe en su Hijo único, han renacido de Él por el agua y por el Espíritu (cf
1 Jn 5, 1; Jn 3, 5). La
Iglesia es esta nueva comunión de Dios y de los hombres: unida con el Hijo único hecho “el primogénito de una multitud de hermanos” (
Rm 8, 29) se encuentra en comunión con un solo y mismo Padre, en un solo y mismo Espíritu (cf
Ef 4, 4-6). Al decir Padre “nuestro”, la oración de cada bautizado se hace en esta comunión: “La multitud [...] de creyentes no tenía más que un solo corazón y una sola alma” (
Hch 4, 32).
2791 Por eso, a pesar de las divisiones entre los cristianos, la oración al Padre “nuestro” continúa siendo un bien común y un llamamiento apremiante para todos los bautizados. En comunión con Cristo por la fe y el Bautismo, los cristianos deben participar en la oración de Jesús por la unidad de sus discípulos (cf
UR 8; 22).
2792 Por último, si recitamos en verdad el “Padre nuestro”, salimos del individualismo, porque de él nos libera el Amor que recibimos. El adjetivo “nuestro” al comienzo de la Oración del Señor, así como el “nosotros” de las cuatro últimas peticiones no es exclusivo de nadie. Para que se diga en verdad (cf
Mt 5, 23-24; 6, 14-16), debemos superar nuestras divisiones y los conflictos entre nosotros.
2793 Los bautizados no pueden rezar al Padre “nuestro” sin llevar con ellos ante Él todos aquellos por los que el Padre ha entregado a su Hijo amado. El amor de Dios no tiene fronteras, nuestra oración tampoco debe tenerla (cf.
NA 5). Orar a “nuestro” Padre nos abre a dimensiones de su Amor manifestado en Cristo: orar con todos los hombres y por todos los que no le conocen aún para que “estén reunidos en la unidad” (
Jn 11, 52). Esta solicitud divina por todos los hombres y por toda la creación ha inspirado a todos los grandes orantes: tal solicitud debe ensanchar nuestra oración en un amor sin límites cuando nos atrevemos a decir Padre “nuestro”.
IV. “Que estás en el cielo”
2794 Esta expresión bíblica no significa un lugar [“el espacio”] sino una manera de ser; no el alejamiento de Dios sino su majestad. Dios Padre no está “en esta o aquella parte”, sino “por encima de todo” lo que, acerca de la santidad divina, puede el hombre concebir. Como es tres veces Santo, está totalmente cerca del corazón humilde y contrito:
«Con razón, estas palabras “Padre nuestro que estás en el Cielo” hay que entenderlas en relación al corazón de los justos en el que Dios habita como en su templo. Por eso también el que ora desea ver que reside en él Aquel a quien invoca» (San Agustín, De sermone Dominici in monte, 2, 5, 18).
«El “cielo” bien podía ser también aquéllos que llevan la imagen del mundo celestial, y en los que Dios habita y se pasea» (San Cirilo de Jerusalén,Catecheses mystagogicae, 5, 11).
2795 El símbolo del cielo nos remite al misterio de la Alianza que vivimos cuando oramos al Padre. Él está en el cielo, es su morada, la Casa del Padre es, por tanto, nuestra “patria”. De la patria de la Alianza el pecado nos ha desterrado (cf
Gn 3) y hacia el Padre, hacia el cielo, la conversión del corazón nos hace volver (cf Jr 3, 19-4, 1a; Lc 15, 18. 21). En Cristo se han reconciliado el cielo y la tierra (cf
Is 45, 8;
Sal 85, 12), porque el Hijo “ha bajado del cielo”, solo, y nos hace subir allí con Él, por medio de su Cruz, su Resurrección y su Ascensión (cf
Jn 12, 32; 14, 2-3; 16, 28; 20, 17;
Ef 4, 9-10;
Hb 1, 3; 2, 13).
2796 Cuando la Iglesia ora diciendo “Padre nuestro que estás en el cielo”, profesa que somos el Pueblo de Dios “sentado en el cielo, en Cristo Jesús” (
Ef 2, 6), “ocultos con Cristo en Dios” (
Col 3, 3), y, al mismo tiempo, “gemimos en este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celestial” (
2 Co 5, 2; cf
Flp 3, 20;
Hb 13, 14):
«Los cristianos están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan su vida en la tierra, pero son ciudadanos del cielo» (Epistula ad Diognetum, 5, 8-9).