Doy gracias a Dios por haberme permitido ir una vez más a compartir una semana de misiones.
Y aunque suene muy trillado me pregunto una vez más si soy misionera o misionada.
Como todos los años nos preparamos con meses de anticipación para ir a compartir con los más necesitados, llevamos estampas, rosarios, material para evangelizar y un corazón dispuesto para servir.
Pero conforme van pasando los días Dios nos va transformando de misioneros a misonados.
Es que escuchar una meditación al iniciar el día después leer el Evangelio y salir a llevar el mensaje de salvación y a cambio recibir una sonrisa de un niño, o una bendición de un anciano no tiene nombre.
Vamos a visitar las casas para llevar esperanza y ver las necesidades de las personas tratando de resolver a medida de nuestras posibilidades lo que se pueda.
Me doy cuenta de como vamos haciendo con el pasar de lo años de las cosas materiales vanas necesidades, ellos verdaderamente tienen necesidades y es de lo que menos se quejan, les basta con un techo de lamina y unas cortinas de telas viejas. No aspiran a una camisa que combine con el pantalón o a unos zapatos para jugar futbol en la calle, mucho menos de marcas.
Dios nos permite ver manifestaciones de su amor a cada momento.
Invitamos a las personas a recibir el sacramento de la reconciliación, entran al confesionario con miedo y vergüenza después de no confesarse por años y salen llenos de luz, para después acercarse a recibir la Eucaristía con sus mejores galas, felices.
Poder vivir los oficios de la Semana Mayor acompañada de tantas personas sencillas que se dejan llevar por unos misioneros a los que nunca habían visto, nos escuchan y reciben los consejos sólo porque vamos en el nombre de Dios.
No añoran unas vacaciones en la playa ni el ir a esquiar a la montaña, se ponen felices con que lleguen los misioneros a visitarles.
En el equipo que me tocó iban muchas personas desde niños hasta adultos mayores con una espiritualidad enorme, con un corazón generoso y absolutamente todos viviendo la caridad, el sacerdote que nos acompañaba nos administraba los sacramentos y nos daba acompañamiento espiritual y un testimonio de entrega sin límites.
Por todo ello regreso a mi casa llena de experiencias y anécdotas que me hacen preguntarme si fui a misionar o a que me misionarán.
Sandra Lillingston