domingo, 31 de mayo de 2015

EL ALMA DE TODO APOSTOLADO



La misión apostólica constituye una tarea ineludible para todo cristiano. Es el mismo Señor Jesús quien convoca y escoge a cada uno de nosotros llamándonos por el propio nombre (Mc 3, 13ss) y nos envía como apóstoles suyos en medio del mundo (Mt 28, 20). Nuestra vocación es pues, eminentemente apostólica (Apostolicam actuositatem, 2). Esta tarea evangelizadora es la de dar vida a un mundo que agoniza, consumido en su propia mediocridad, en la ilusión y el vacío de la tentación del poder, del fácil consumismo del tener, de la esclavitud del poder-poseer. Las lacerantes rupturas que aquejan a la humanidad exigen de nuestra parte una acción decidida y audaz por transformar radicalmente todo aquello que se encuentra "en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación" (Evangelii nuntiandi, 19).
Una intensa vida de oración es condición ineludible para cumplir con esta misión. La oración no es mero acompañante de la acción apostólica. No nos llevemos a engaño. La oración es presupuesto indispensable para que nuestro apostolado sea auténtico. La oración es fuente, sustento y meta de todo apostolado; el eje mismo de nuestra vida apostólica. Ella es camino vivificador de la propia vida y acción.
ORACIÓN PARA LA VIDA...
Todo ser humano posee en su fuero más íntimo un dinamismo de apertura relacional que lo impulsa a salir de sí mismo, a trascender sus propios límites para vivir la apertura fraterna con los hermanos. Cuando la persona no vive esta dimensión de encuentro personal con los demás, sino que se repliega egoístamente sobre sí misma, traiciona sus dinamismos más íntimos, y por lo tanto, su propia humanidad.
De la misma manera, toda persona tiene constitutivamente una profunda aspiración al encuentro pleno, definitivo. Creados para vivir ese misterio de amor infinito que es la comunión y participación de la vida trinitaria (Puebla, 211-212), nuestra hambre de absoluto e infinito sólo se ve saciada en el encuentro plenificador con Dios-Amor.
La oración es pues, una dimensión fundamental, ineludible de la existencia humana, pues ella es ámbito privilegiado para orientarse a vivir ese encuentro plenificador. La oración es diálogo, es comunión, es relación personal y personalizante, entrega personal e íntima. De ahí que quien prescinde de la oración en su existencia, mutila la vocación a ser persona humana, ya que priva a su ser del impulso fundamental que es el encuentro con lo divino.
...Y EL APOSTOLADO
Como hombres de acción, tenemos que ser antes que nada hombres de oración. Vivimos insertos en una sociedad agresivamente anticristiana, una cultura de muerte que busca apartarnos constantemente de nuestra misión. No podemos hacerle el juego al mundo dejándonos arrastrar por la sutil tentación del activismo. El poner todas nuestras expectativas en nuestras capacidades personales y en los medios humanos que disponemos, prescindiendo de la acción divina a través de su gracia, es una de las más sutiles tentaciones del Maligno.
Nuestro apostolado sólo es auténtico si surge de la dinámica del encuentro personal con el Señor Jesús. Ser apóstol es anunciar a Cristo en primera persona; y sólo puede anunciar bien al Señor quien se ha encontrado con Él.
En efecto, NADIE DA LO QUE NO TIENE. Quien no reza, no vive reconciliado y por lo tanto su quehacer apostólico solamente será proyección de su propia ruptura interior. Bien afirma el ya desaparecido monje cisterciense Tomás Merton: "El hombre que no tiene paz consigo mismo, necesariamente proyecta su lucha interior en la sociedad de aquellos con quien vive y esparce el conflicto en todos los que lo rodean. Aún cuando trata de hacer el bien a otros, sus esfuerzos son desesperados, puesto que no sabe hacerse el bien a sí mismo. En los momentos del más desenfrenado idealismo puede metérsele en la cabeza hacer felices a los demás. Por eso se arroja a la obra y lo que resulta es que saca de la obra todo lo que puso en ella: su propia confusión, su propia desintegración, su propia infelicidad".
Si no existe una relación personal con el Hijo de María, nuestra acción apostólica será estéril, incluso a pesar de algunas prematuras apariencias en contrario. ¿Qué es hacer apostolado si no es hacer presente el llamado del Señor entre los hombre? ¿Cómo prestar nuestra voz a ese llamado si antes no lo hemos escuchado y acogido?
La oración es lugar privilegiado donde vivir el encuentro configurante con el Señor. Es en la dinámica oracional donde vamos siendo revestidos del Señor, conducidos de la mano maternal de María. La oración asidua nos encamina por las sendas del Plan de Dios. En la apertura al Espíritu, el Señor se nos revela, se nos muestra y nos pone de manifiesto quiénes somos (Gaudium et Spes, 22). En la comunión cálida, cercana, personal con el Señor, el apóstol alimenta su espíritu, recupera las fuerzas perdidas y se renueva interiormente para emprender nuevamente la tarea evangelizadora.
El apostolado es sobreabundancia de amor y no proyección de la propia ruptura. Es en la oración donde descubro el dinamismo del amor, que desde mi realidad personal, se proyecta a los hermanos en el servicio evangelizador. La oración es el campo fértil donde encuentra fecundidad el desafío de construir una cultura de vida, de libertad, de justicia, de amor.
VIDA Y APOSTOLADO HECHOS ORACIÓN
El ejercicio constante de la presencia de Dios; la meditación bíblica, en compañía de María; el rezo frecuente del Rosario y otras devociones a Santa María; la participación activa en la Eucaristía; las visitas frecuentes al Santísimo; la lectura espiritual; la liturgia de las horas; las jaculatorias, etc., son maneras concretas y sencillas de hacer oración.

Sin embargo, debemos recordar que no basta con mantener momentos privilegiados de oración. Toda nuestra vida debe ser una plegaria constante, una ofrenda perpetua a Dios. Los actos cotidianos deben estar orientados según el designio divino. El apostolado que nace de un corazón reconciliado, del encuentro configurante con Jesús, ya es oración, pues es expresión de la dinámica de comunión y participación a la cual todos estamos llamados (Puebla, 216). Viviendo una espiritualidad de la vida cotidiana, nuestra misma acción apostólica se convierte en gesto litúrgico.

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