La misión apostólica
constituye una tarea ineludible para todo cristiano. Es el mismo Señor Jesús
quien convoca y escoge a cada uno de nosotros llamándonos por el propio nombre
(Mc 3, 13ss) y nos envía como apóstoles suyos en medio del mundo (Mt 28, 20). Nuestra
vocación es pues, eminentemente apostólica (Apostolicam actuositatem, 2). Esta
tarea evangelizadora es la de dar vida a un mundo que agoniza, consumido en su
propia mediocridad, en la ilusión y el vacío de la tentación del poder, del
fácil consumismo del tener, de la esclavitud del poder-poseer. Las lacerantes
rupturas que aquejan a la humanidad exigen de nuestra parte una acción decidida
y audaz por transformar radicalmente todo aquello que se encuentra "en
contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación"
(Evangelii nuntiandi, 19).
Una intensa vida de
oración es condición ineludible para cumplir con esta misión. La oración no es
mero acompañante de la acción apostólica. No nos llevemos a engaño. La oración
es presupuesto indispensable para que nuestro apostolado sea auténtico. La
oración es fuente, sustento y meta de todo apostolado; el eje mismo de nuestra
vida apostólica. Ella es camino vivificador de la propia vida y acción.
ORACIÓN PARA LA
VIDA...
Todo ser humano posee
en su fuero más íntimo un dinamismo de apertura relacional que lo impulsa a
salir de sí mismo, a trascender sus propios límites para vivir la apertura
fraterna con los hermanos. Cuando la persona no vive esta dimensión de
encuentro personal con los demás, sino que se repliega egoístamente sobre sí
misma, traiciona sus dinamismos más íntimos, y por lo tanto, su propia
humanidad.
De la misma manera,
toda persona tiene constitutivamente una profunda aspiración al encuentro
pleno, definitivo. Creados para vivir ese misterio de amor infinito que es la
comunión y participación de la vida trinitaria (Puebla, 211-212), nuestra
hambre de absoluto e infinito sólo se ve saciada en el encuentro plenificador
con Dios-Amor.
La oración es pues,
una dimensión fundamental, ineludible de la existencia humana, pues ella es
ámbito privilegiado para orientarse a vivir ese encuentro plenificador. La
oración es diálogo, es comunión, es relación personal y personalizante, entrega
personal e íntima. De ahí que quien prescinde de la oración en su existencia,
mutila la vocación a ser persona humana, ya que priva a su ser del impulso
fundamental que es el encuentro con lo divino.
...Y EL
APOSTOLADO
Como hombres de
acción, tenemos que ser antes que nada hombres de oración. Vivimos insertos en
una sociedad agresivamente anticristiana, una cultura de muerte que busca
apartarnos constantemente de nuestra misión. No podemos hacerle el juego al
mundo dejándonos arrastrar por la sutil tentación del activismo. El poner todas
nuestras expectativas en nuestras capacidades personales y en los medios
humanos que disponemos, prescindiendo de la acción divina a través de su
gracia, es una de las más sutiles tentaciones del Maligno.
Nuestro apostolado
sólo es auténtico si surge de la dinámica del encuentro personal con el Señor
Jesús. Ser apóstol es anunciar a Cristo en primera persona; y sólo puede
anunciar bien al Señor quien se ha encontrado con Él.
En efecto, NADIE DA LO
QUE NO TIENE. Quien no reza, no vive reconciliado y por lo tanto su quehacer
apostólico solamente será proyección de su propia ruptura interior. Bien afirma
el ya desaparecido monje cisterciense Tomás Merton: "El hombre que no
tiene paz consigo mismo, necesariamente proyecta su lucha interior en la
sociedad de aquellos con quien vive y esparce el conflicto en todos los que lo
rodean. Aún cuando trata de hacer el bien a otros, sus esfuerzos son
desesperados, puesto que no sabe hacerse el bien a sí mismo. En los momentos
del más desenfrenado idealismo puede metérsele en la cabeza hacer felices a los
demás. Por eso se arroja a la obra y lo que resulta es que saca de la obra todo
lo que puso en ella: su propia confusión, su propia desintegración, su propia
infelicidad".
Si no existe una
relación personal con el Hijo de María, nuestra acción apostólica será estéril,
incluso a pesar de algunas prematuras apariencias en contrario. ¿Qué es hacer
apostolado si no es hacer presente el llamado del Señor entre los hombre? ¿Cómo
prestar nuestra voz a ese llamado si antes no lo hemos escuchado y acogido?
La oración es lugar
privilegiado donde vivir el encuentro configurante con el Señor. Es en la
dinámica oracional donde vamos siendo revestidos del Señor, conducidos de la
mano maternal de María. La oración asidua nos encamina por las sendas del Plan
de Dios. En la apertura al Espíritu, el Señor se nos revela, se nos muestra y
nos pone de manifiesto quiénes somos (Gaudium et Spes, 22). En la comunión
cálida, cercana, personal con el Señor, el apóstol alimenta su espíritu,
recupera las fuerzas perdidas y se renueva interiormente para emprender
nuevamente la tarea evangelizadora.
El apostolado es
sobreabundancia de amor y no proyección de la propia ruptura. Es en la oración
donde descubro el dinamismo del amor, que desde mi realidad personal, se
proyecta a los hermanos en el servicio evangelizador. La oración es el campo
fértil donde encuentra fecundidad el desafío de construir una cultura de vida,
de libertad, de justicia, de amor.
VIDA Y
APOSTOLADO HECHOS ORACIÓN
El ejercicio constante
de la presencia de Dios; la meditación bíblica, en compañía de María; el rezo
frecuente del Rosario y otras devociones a Santa María; la participación activa
en la Eucaristía; las visitas frecuentes al Santísimo; la lectura espiritual;
la liturgia de las horas; las jaculatorias, etc., son maneras concretas y
sencillas de hacer oración.
Sin embargo, debemos
recordar que no basta con mantener momentos privilegiados de oración. Toda
nuestra vida debe ser una plegaria constante, una ofrenda perpetua a Dios. Los
actos cotidianos deben estar orientados según el designio divino. El apostolado
que nace de un corazón reconciliado, del encuentro configurante con Jesús, ya
es oración, pues es expresión de la dinámica de comunión y participación a la
cual todos estamos llamados (Puebla, 216). Viviendo una espiritualidad de la
vida cotidiana, nuestra misma acción apostólica se convierte en gesto
litúrgico.
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