Carta del arzobispo de Buenos Aires y Primado de la Argentina,
cardenal Jorge Mario Bergoglio SJ
“Nosotros llevamos ese tesoro en recipientes de barro, para que se vea bien que este poder extraordinario no procede de nosotros, sino de Dios.”
2° Corintios 4,7
Durante todo este año, estamos intentando, como
Iglesia Arquidiocesana, cuidar la “fragilidad de nuestro pueblo” haciéndolo
incluso tema y estilo de la misión arquidiocesana.
En esta línea, quisiera que también el tema de la
“fragilidad” esté presente en la carta que año tras año les escribo con motivo
de la Fiesta de San Pío X, patrono de los catequistas.
En el 2002 los invitaba a reflexionar sobre la misión
del catequista como adorador, como aquél que se sabe ante un misterio tan
grande y maravilloso que lo desborda hasta convertirse en plegaria y
alabanza.Hoy me animo a insistirles en este aspecto.
Ante un mundo fragmentado, ante la tentación de nuevas
fracturas fraticidas de nuestro país, ante la experiencia dolorosa de nuestra
propia fragilidad, se hace necesario y urgente, me animaría a decir,
imprescindible, ahondar en la oración y la adoración. Ella nos ayudará a
unificar nuestro corazón y nos dará “entrañas de misericordia” para ser
hombres de encuentro y comunión, que asumen como vocación propia el hacerse
cargo de la herida del hermano. No priven a la Iglesia de su ministerio de
oración, que les permite oxigenar el cansancio cotidiano dando testimonio de un
Dios tan cercano, tan Otro: Padre, Hermano, y Espíritu; Pan, Compañero de
Camino y dador de Vida.
Hace un año les escribía: “...Hoy más
que nunca se hace necesario adorar para hacer posible la projimidad que
reclaman estos tiempos de crisis. Sólo en la contemplación del misterio de Amor
que vence distancias y se hace cercanía, encontraremos la fuerza para no caer
en la tentación de seguir de largo, sin detenernos en el camino...”
Justamente el texto del Buen Samaritano (Lc
10,25-37) fue el que iluminó el Tedeum del 25 de mayo de este año. En el mismo
invitaba a “resignificar toda nuestra vida -como personas y como
Nación- desde el gozo de Cristo resucitado para permitir que brote, en la
fragilidad misma de nuestra carne, la esperanza de vivir como una verdadera
comunidad...”
Anunciar el Kerygma, resignificar la vida,
formar comunidad, son tareas que la Iglesia les confía de un modo particular a
los catequistas. Tarea grande que nos sobrepasa y hasta por momentos nos
abruma. De alguna manera nos sentimos reflejados en el joven Gedeón que ante el
envío para combatir ante los madianitas se siente desamparado y perplejo
ante la aparente superioridad del enemigo invasor (Ju 6,11-24). También nosotros,
ante esta nueva invasión pseudocultural que nos presenta los nuevos rostros
paganos de los “baales” de antaño, experimentamos la desproporción
de las fuerzas y la pequeñez del enviado.
Pero es justamente desde la experiencia de la
fragilidad propia en donde se evidencia la fuerza de lo alto, la presencia de
Aquél que es nuestro garante y nuestra paz.
Por eso, me animo en este año a invitarte a
que con la misma mirada contemplativa con la cual descubres la cercanía del
Señor de la Historia, reconozcas en tu fragilidad el tesoro escondido,
que confunde a los soberbios y derriba a los poderosos. Hoy el Señor nos
invita a abrazar nuestra fragilidad como fuente de un gran tesoro
evangelizador. Reconocernos barro, vasija y camino, es también darle culto al
verdadero Dios.
Porque sólo aquel que se reconoce vulnerable
es capaz de una acción solidaria. Pues conmoverse (“moverse-con”),
compadecerse (“padecer-con”) de quien está caído al borde del
camino, son actitudes de quien sabe reconocer en el otro su propia imagen,
mezcla de tierra y tesoro, y por eso no la rechaza. Al contrario la ama, se
acerca a ella y sin buscarlo, descubre que las heridas que cura en el
hermano son ungüento para las propias. La compasión se convierte en
comunión, en puente que acerca y estrecha lazos.
Ni los salteadores ni quienes siguen de largo
ante el caído, tienen conciencia de su tesoro ni de su barro. Por eso los
primeros no valoran la vida del otro y se atreven a dejarlo casi muerto. Si no
valoran la propia, ¿cómo podrán reconocer como un tesoro la de los demás?
Los que siguen de largo a su vez, valoran su
vida pero parcialmente, se atreven a mirar sólo una parte, la que ellos creen
valiosa: se saben elegidos y amados por Dios (llamativamente en la parábola son
dos personajes religiosos en tiempos de Jesús: un levita y un sacerdote) pero
no se atreven a reconocerse arcilla, barro frágil. Por eso el caído les da
miedo y no saben reconocerlo, ¿cómo podrán reconocer el barro de los demás si
no aceptan el propio?
Si algo caracteriza la pedagogía
catequística, si en algo debería ser experto todo catequista, es en su
capacidad de acogida, de hacerse cargo del otro, de ocuparse de que nadie quede
al margen del camino. Por eso, ante la gravedad y lo extenso de la crisis,
ante el desafío como Iglesia Arquidiocesana de comprometernos en “cuidar
la fragilidad de nuestro pueblo” te invito a que renueves tu vocación
de catequista y pongas toda tu creatividad en “saber estar” cerca del que
sufre, haciendo realidad una “pedagogía de la presencia”, en el que la escucha
y la projimidad no sólo sean un estilo sino contenido de la catequesis.
Y en esta hermosa vocación artesanal de ser
“crisma y caricia del que sufre” no tengas miedo de cuidar la fragilidad del
hermano desde tu propia fragilidad: tu dolor, tu cansancio, tus quiebres; Dios
las transforma en riqueza, ungüento, sacramento. Recordá lo que juntos
meditábamos el día de Corpus: hay una fragilidad, la Eucarística, que esconde
el secreto del compartir. Hay una fragmentación que permite, en el gesto tierno
del darse, alimentar, unificar, dar sentido a la vida.
Que en esta fiesta de San Pío X, puedas en
oración presentarle al Señor tus cansancios y fatigas, como la de las personas
que el Señor te ha puesto en tu camino. Y dejes que el Señor abrace tu
fragilidad, tu barro, para transformarlo en fuerza evangelizadora y en fuente
de fortaleza. Así lo experimentó el Apóstol Pablo:
“Estamos atribulados por todas partes, pero no abatidos; perplejos, pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, pero no aniquilados. Siempre y a todas partes, llevamos en nuestro cuerpo los sufrimientos de la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo.”
2° Corintios 4,8-10
Es en la fragilidad donde somos llamados a
ser catequistas. La vocación no sería plena si excluyera nuestro barro,
nuestras caídas, nuestros fracasos, nuestras luchas cotidianas: es en ella
donde la vida de Jesús se manifiesta y se hace anuncio salvador. Gracias a ella
descubrimos los dolores del hermano como propios. Y desde ella, la voz del
profeta se hace Buena Nueva para todos:
“Fortalezcan los brazos débiles, robustezcan las rodillas vacilantes; digan a los que están desalentados: «¡Sean fuertes, no teman: ahí está su Dios!... Él mismo viene a salvarlos!».
Entonces se abrirán los ojos de los ciegos y se destaparán los oídos de los
sordos; entonces el tullido saltará como un ciervo y la lengua de los mudos
gritará de júbilo, los acompañarán el gozo y la alegría, la tristeza y los
gemidos se alejarán.”
Isaías 35, 3.5
Que María, nos conceda valorar el tesoro de
nuestro barro, para poder cantar con ella el Magníficat de nuestra pequeñez
junto con la grandeza de Dios.
No dejes de rezar por mí para que también
viva esta experiencia de límite y de gracia. Que Jesús te bendiga y la Virgen
Santa te cuide. Con todo cariño.
21 de Agosto de 2003
Cardenal Jorge Mario Bergoglio, s.j., arzobispo de Buenos Aires
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