Señor Hipócrates:
Fue usted contemporáneo de Sócrates y fue también filósofo y fue médico. Lo que pasa es que sus méritos en el campo de la medicina son mayores que en el de la filosofía.
Primer mérito: tras haber recorrido medio mundo, observando y tomando notas muy minuciosamente, escribió usted un montón de libros que han sido durante muchos siglos alimento de la medicina.
Segundo mérito: es usted el autor del célebre «juramento de Hipócrates», código moral de inmarcesible valor. A tenor de él los médicos tenían que jurar que prescribirían a los enfermos la dieta apropiada, defendiéndolos de cuanto fuera injusto o nocivo; que no interrumpirían ningún embarazo; que—al entrar en una casa—no tendrían más propósito que el de curar al enfermo, absteniéndose de toda corrupción para con hombres o mujeres, y aunque fueran esclavos, y que guardarían el secreto profesional como cosa sagrada.
Tercer mérito: ha sido usted el primero en clasificar los cuatro temperamentos fundamentales del hombre en impulsivo, flemático, irascible y melancólico. Ya sabemos que vinieron después un Nicolás Pende y otros que intentaron y propusieron nuevas clasificaciones, más científicas, pero a su vez más complicadas. En cambio, la clasificación de usted, puntual y correcta, veinticinco siglos después, sigue en pie todavía.
Pero pongamos a prueba los cuatro temperamentos. Y sea la prueba una pared rocosa que hay que escalar.
Llega primero el impulsivo.
Echa una ojeada y exclama: « ¡Esto no es nada! ¡Allá voy!» Y, desde luego, ataca rápidamente la pared con ardor y entusiasmo. Pero ni ha previsto casi nada, ni se ha provisto de los útiles más elementales. Surgen rápidamente serías dificultades ante las que nuestro impetuoso alpinista comprueba que no bastan el ardor y la fuerza muscular.
Pasa entonces del entusiasmo desbordante al extremo contrario.: «Me vuelvo atrás. ¡Esta roca no está hecha para mí!» Se parece a Tartarín de Tarascón, que pasa de los ardores caballerescos de un don Quijote a la medianía de un Sancho Panza.
«¡Me voy—dice—al África de los leones y panteras!» Pero media hora después: «¡Ah, no, me quedo!» «¿A santo de qué África?» «¡Cúbrete de gloria, Tartarín!» Pero después: «¡Deja la gloria de Egipto y abrígate con una buena franela! » «¡Viva la caza de África! ¡Vengan escopetas de repetición, dagas, lazos y mocasines!» Y en seguida: «Prefiero el chaleco de franela, los almohadones calientitos y el gorro blando con orejeras! ¡Y que Juanita me traiga el chocolate!» Agita la campanilla y aparece Juanita trayendo el chocolate caliente, oscuro, humeante ¡y con unos bizcochos que provocan la sonrisa del Tartarín-Panza y sofocan el llanto del Tartarín-Quijote!
Así es el impulsvo: fácil al entusiasmo, pero inconstante: optimista. Si se irita de sí mismo y de su propia capacidad, pero irreflexivo, dado excesivamente al sentimiento y la imaginación. Tiene cosas buenas, pero, si quiere hacer algo más en la vida, deberá acostumbrarse a reflexionar, a trazarse planes detallados y ponderados, a seguir el consejo de aquel obispo que le decía al párroco novel:
«Ya lo sabe: ¡Lo primero, ver; después, prever, y luego proveer!»
Llega ahora ante la pared el flemático.
Levanta la vista una, dos, muchas veces. Hace sus cálculos. «Aquí se trata de una ascensión en arista; luego un descenso a doble cuerda y después una subida sobre hielo».
Consulta mapas, toma apuntes, prepara la lista de los objetos que va a necesitar y se hace con ellos: cuerda y cordino, piolet y martillo de hielo, clavos de roca y de hielo, tacos de madera y martillo, mochila y botas con crampones. Todo ello sin pérdida de tiempo, pero sin precipitación. Y mientras trabaja y hace sus preparativos, mastica chicle y dice para sus adentros: « ¡A lo mejor lo consigo! » Y vaya si lo consigue, pese a todas las dificultades.
Este era el estilo del general De Gaulle, frío y glacial desde pequeño, hasta el punto que sus hermanos decían de él: «¡Carlos debe de haberse metido en una nevera!»
En el curso de una batalla, un suboficial, portador de un mensaje, buscaba al general De Gaulle, pero no daba con él. «Vaya al frente – le dijo un conductor- y si no le encuentra en seguida, mire al suelo y ya verá qué pronto lo halla siguiendo la traza de sus colillas». Hízolo así el suboficial y llegó hasta el general que, en calma y bajo un árbol, fumaba como una locomotora. Leyó el mensaje, dio ciertas órdenes a los oficiales que estaban a su lado y, sin perder la calma, siguió fumando y dijo solamente: «Ya veréis cómo ahora todo saldrá mejor». Y así fue.
Temperamento feliz, por un lado; pero, por otro, con riesgo de hacer a las personas apáticas, insensibles, poco sociables y poco comunicativas. Algo más de entusiasmo, un mayor y manifiesto interés por los demás los haría más amables y simpáticos.
Y aquí está el colérico-irascible.
Resopla, «¿Obstáculos en esta pared? Los obstáculos se han hecho justo para superarlos, ¡qué caramba!», y se dirige con vehemencia a la pared. Como quien sale al encuentro del enemigo. No ahorra fuerzas, pone a contribución toda su combatividad; con frecuencia obtiene brillantes resultados parciales, mas no siempre alcanza la cima. El colérico tiene una sensibilidad viva y profunda; es rápido en sus decisiones, tenaz en la ejecución, pero le vendría bien una mayor reflexión y más calma y habría de guardarse tanto del entusiasmo como del pesimismo excesivo. El abisinio Ras Tafari le diría: «Cierto que tienes dos piernas, ¡pero sólo puedes trepar a un árbol cada vez! » ¡Si por él fuera, claro está, escalaría cada vez un bosque entero!
También en este caso, pues, junto a lo bueno hay lastre del que debe liberarse. Entre otros males, el colérico, mientras elimina impetuosamente unos obstáculos, corre el peligro de crearse otros, acumulando enemistad sobre enemistad. A menos que, a pesar de ser un cascarrabias como Xantipa, tenga la suerte de tropezar solamente con gentes armadas de la paciencia de un Sócrates.
Este, marido de la referida Xantipa, decía: « ¡Me casé con ella, pese a ser tan arisca, porque, si soy capaz de aguantarla, es seguro que podré aguantar ya a quien sea!» Mas un día, para no oírla refunfuñar más, salió de casa y se sentó a la puerta. Irritada, aquella mujer le arrojó por la ventana un barreño de agua. «Debí imaginármelo—comentó plácidamente Sócrates—. ¡Después de tantos truenos, la lluvia!»
El melancólico, al revés del iracundo, se deprime e infravalora, « ¿No veis que es imposible escalar una pared de esta clase? ¿Queréis que me haga pedazos?» Pesimista nato, se deja arredrar por las dificultades desde el primer momento. Es de esos que ante una botella de vino mediada, gimotea: « ¡Vaya, para ser la primera vez en la vida en que se me antoja beber, tropiezo con una botella medio vacía! ¡Esto sí que es mala sombra!» Lo que tenía que haber dicho era esto: « ¡Pero hombre!, ¿queda todavía para beber una media botella? ¡Qué bicoca! » El cristiano debería distinguirse por su afán de ver el lado bueno de las cosas. Si de verdad Evangelio quiere decir alegre nueva, cristiano significa alegre y repartidor de alegría. «Los ceños huraños –decía San Felipe Neri—no se han hecho para la casa feliz del paraíso».
Como ve usted, ilustre Hipócrates, de la biotipología he saltado hasta el paraíso. Allí es donde tenemos que tratar de ir, aceptando el temperamento que nos hayan transmitido nuestros padres, eso sí, mejorándolo y tratando de sacar de él un buen carácter. Allá arriba está Santo Tomás de Aquino, un santo tan flemático que, de haber entrado un buey en su aposento, él habría seguido estudiando. Y está también San Juan Eudes, al que encendía la cólera apenas veía un hereje. Y San Francisco de Sales, el santo de la cortesía, artista en el hablar y el escribir. Y el Cura de Ars, campeón de las disciplinas contra sus espaldas y de comer patatas con moho, después de llevar una semana cocidas. ¡San Pedro, el gran portero, al sopesar nuestros méritos, tendrá en cuenta nuestras buenas obras, pero tendrá también que echar en el platillo las dificultades, las rémoras, los escollos hijos de nuestro mejor o peor temperamento! No sé si utilizará la clasificación de usted o la de Pende, o si se apoyará en la caracteriología científica de Spranger o de Kretschmer o de Jung o de Künkel o si, a lo mejor, prefiere seguir el test de Don Cojazzi. Este último test, como no es científico, sino totalmente empírico, seguramente no lo conoce usted. Voy a exponérselo ahora mismo, tal y como se lo he oído al propio Don Cojazzi.
Decía Cojazzi que el mejor sitio para conocer los temperamentos es la taberna. Más exactamente, una taberna donde un caballero sediento, que ha pedido una jarra de cerveza, ve que se la traen con una hermosa mosca dentro pataleando.
¿Será dicho caballero un inglés? Flemático, posa sobre la mesa el vaso; agita calmadamente la campanilla y pide calmosamente: « ¡Por favor, otra jarra de cerveza fresca y limpia! » Bebe, paga y se va sin alterarse lo más mínimo. Si alguien lo está es el camarero, ¡no por la mosca, sino porque ha volado la propina!
Ahora la jarra de cerveza es un francés el que la tiene. La ve y muda de color. Deja el vaso con violencia y arremete, con denuestos, contra patrón y camareros; sale dando un portazo y sigue denostando a la taberna, a la cerveza y a las moscas.
Llega un italiano, ve la mosca, la saca riendo, a base de golpecitos con el dedo y bromea con el camarero: «Yo pido de beber y tú me traes de comer». No obstante, bebe ¡y se va sin acordarse de pagar!
Ahora le toca al alemán. Ve la mosca, mantiene la jarra a la altura de la nariz, frunce el ceño, cierra los ojos, echa ligeramente la cabeza atrás y, sumamente disciplinado, saca fuera de un soplido ¡cerveza y mosca!
Ya tenemos delante al danés. Le divierten horrores los aspavientos de la mosca en la espuma de la cerveza; saca la lupa; está prendado del espectáculo. ¡Hasta se habría olvidado de beber, si no fuera porque el camarero, pidiéndole mil perdones, le cambia la primera jarra de cerveza por otra segunda!
Llega por último el esquimal. Como no ha visto en su vida una mosca, cree que la que tiene delante es un bocado exquisito, una especialidad local, se come la mosca y tira la cerveza!
Ya ahora, ilustre Hipócrates, perdóneme si puede parecer una profanación arrimar a la alta ciencia; de la que es usted exponente, estas pequeñeces. ¿Pero verdad que son útiles? ¿Verdad que demuestran cómo hasta el sentido común popular descubre y flagela el ridículo que anida en un temperamento primitivo, sin controlar ni enmendar?
Papa Juan Pablo I
Mayo 1973.